No levantaba cuatro pies del suelo cuando mi madre me trajo del videoclub una carpeta portapapeles de una película que acababa de llegar: El Club de los Poetas Muertos. Supuse que sería una historia sobre fantasmas con gargueras al cuello y trajes isabelinos que escribían con plumas de ave y asustaban a los críos de una escuela.
Despreocupado, decidí emular a Jesús Hermida y apunté en aquella hoja una serie de preguntas con letra enorme y horrenda. Aquella primera entrevista que dejé por escrito se la hice a mi madre, que me contestó con una paciencia años después poco habitual en ella.
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